A ratos...



A ratos quisiera vivir en una comunidad. Sí, como en una "secta". Vivir con personas iguales que yo. Me explico: no es que sea yo tan vanidosa y pagada de mí misma, no; es que cada vez hay más días que me quita el sueño la idea de que ser una persona tan sensible sólo trae preocupaciones y frustraciones. 


Un amigo me dijo una vez que él había decidido no tener hijos porque no veía justo traerlos a este mundo que les estamos dejando a las nuevas generaciones. Yo suelo mantener mi idealismo y pensar que otro mundo es posible, pero hay momentos, como éste, en los que se me antoja muy complicado. 


Quisiera vivir en un lugar donde el dolor se sintiese libre, se abrazase y se acompañase; y, sobre todo, que dicho dolor no se juzgase, sino que se respetase profundamente. Estoy muy cansada de ocultarlo a las personas que, aunque pudiesen ayudarme a sanarlo, sé que inevitablemente van a juzgar y añadir más sufrimiento… y estoy aún más agotada de mostrarlo a quienes, por mucho que me empeñe en negarlo, no van a sentir, ni abrazar, ni acompañar mi dolor… nunca. Entonces sólo me queda pensar en ser yo misma esa persona para mí misma, y normalmente lo consigo… pero a veces hay gotas que colman el vaso sin que yo haya podido tomarme mi tiempo en beberlo y digerirlo. 


Ser una persona hipersensible te da una serie de superpoderes que de poco sirven en el mundo en que vivimos. Lejos de ser una capacidad admirada y respetada, te condena a vivir en un eterno sentimiento de frustración: aunque anhelas con todas tus fuerzas que te comprendan y que te vean con los ojos del corazón o del alma, en lo más profundo de tu ser sabes que siempre les resultará más fácil pensar que estás loca o paranoica, que eres “intensita” o que sencillamente piensas de forma rara. La capacidad de sentir, entender y gestionar las emociones con tanta claridad, con una calma abrumadora, es una de las habilidades que más orgullosa me hacen sentir de mí misma. La he conseguido con mucho esfuerzo y sigo desarrollándola gracias al puro instinto de supervivencia. Algo me dice que mi hija es así, y me acuerdo de las palabras de mi amigo. ¿Cómo le enseño yo a controlar un superpoder tan valioso como inútil en estos tiempos que corren? ¿Cómo me aseguro de que encuentre a las personas adecuadas -si es que existen- y que sepa escoger a quien valore y valide su capacidad de expresar emociones y sentimientos? 


Validar las emociones de los demás cuando no somos capaces de sentirlas aunque no concuerden con las nuestras, es una de esas tareas imposibles por las que pienso que esta sociedad que tenemos no funciona y hiere a las personas más sensibles, que tenemos continuamente que recoger y pegar los mil cachitos en los que nos rompemos cada vez que alguien nos invalida emocionalmente. Esto de lo que hablo, al fin y al cabo, es la empatía, esa palabra utópica, lejana, tan denostada en este sistema cínico y de psicología individualista barata: “cuidarte a ti mismo y quererte a ti mismo es todo lo que necesitas para estar bien con los demás”; “piensa en positivo y lo conseguirás”, y todas esas frases purpurinosas que nos hacen creer que tenemos que construir una especie de versión sobrehumana de nosotros mismos, una versión distorsionada que puede con todo y que no sólo tiene derecho a reivindicar su individualidad (ni tan mal) sino a imponerla, de manera que nunca tenemos suficiente: siempre queremos más, y más, y más… y pocas veces nos damos cuenta de que la vida pasa entre propósitos superficiales que nos convierten en unos auténticos yonquis del cortisol que generamos con tantísima ansiedad. 


A ratos… también pienso en pedir auxilio y respirar. Hablo con algunas mujeres que han sido madres recientemente, como yo, y que curiosamente experimentan sentimientos de tristeza o frustración similares a los míos, independientemente de su sensibilidad. En buena parte, la cuestión gira en torno a los hombres. Llamémoslo “X”, pero tenemos un problema bien grave a nivel social: otorgamos a lo material, a lo tangible, un valor muy desproporcionado con respecto a todo aquello que no se puede ver, pero sí sentir. En otras palabras: damos más importancia a las cosas que a las emociones. Por ejemplo, solemos aplaudir esa nueva masculinidad que se encarga de hacer todas las tareas de la casa, pero mantenemos en la sombra, invisibles, a todas esas mujeres que, en silencio, cada noche, se desvelan y, entre quejidos sordos, amamantan a sus bebés con todo el cariño que les sale del alma. “Ellas lo escogen”; “nadie puede hacerlo por ellas”; “si mantienes la lactancia aún es porque quieres”. Son todas frases que invalidan ese bello popurrí de emociones y sentimientos que hacen que dichas mujeres, entre las que me encuentro, decidan seguir con esa labor. Y para quienes empiecen a banalizar mi ejemplo o tacharlo de absurdo: ese es sólo un ejemplo de cómo todo lo que consigue el hombre, que tiende a ser más material, siempre recibe un mayor reconocimiento que lo que consigue la mujer, en su callada (y acallada, también) labor conciliadora y de gestión emocional. No quisiera ser categórica ni entrar a hablar sobre género. Pero sí es algo que, como sociedad, no estamos arreglando de ninguna manera. Ojalá esto abriese el diálogo y de repente encuentre que hay muchas emociones al respecto que la gente quiere comunicar.


Y entonces, al hilo de esa gestión emocional silenciosa… vuelvo al inicio, porque, honestamente, nunca escribo si no es con un fin terapéutico, con el fin de canalizar el torrente de emociones que me acelera el pulso y me quita el valioso y escaso sueño que puedo tener en estos momentos. Sí… a ratos quisiera que me llevasen de vuelta al planeta del que probablemente me escapé. Pero también a ratos… me gusta pensar que, aunque haya 100 personas que lean esto (de las 400 que sólo verán la foto y darán like) y piensen que digo muchas tonterías, al menos haya una, en algún lugar, a la que le resuene y sienta, en este momento, que vale la pena tener esperanza



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